Todavía recuerdo el primer día en que escuché la palabra «coronavirus». Sonaba lejana, algo que estaba ocurriendo en China, nada que pareciera tener que ver conmigo. Luego llegaron las noticias de Italia, las imágenes de hospitales colapsados, el pánico en los supermercados y, de repente, nos pusieron en confinamiento. Nunca había vivido nada igual. Un día salí a la calle con normalidad y, al siguiente, el mundo entero estaba encerrado.
Al principio, parecía que sería algo temporal. Dos semanas, un mes como máximo. Pero los días se convertían en semanas y las semanas en meses. Encerrados, con miedo a salir, viendo cómo las cifras de muertos aumentaban cada día en las noticias. Cada tos, cada estornudo, nos ponía en alerta. La vida normal se había esfumado y nadie sabía cuándo podría recuperarse.
Yo he pasado el COVID tres veces. Y he visto a personas muy cercanas casi morir por él. No los perdí, gracias a Dios, pero el miedo y la incertidumbre de esos momentos dejaron huellas que todavía arrastro. El psicólogo experto en la superación de miedos, Carlos Ruiz León, me explicaron cómo mejorar mi salud mental tras la pandemia y, la verdad, es que fue un acierto.
El impacto en mi salud mental
El coronavirus no solo me afectó físicamente, también me afectó psicológicamente. Tras haber enfermado tres veces, cada vez que alguien a mi alrededor estornudaba o tenía fiebre, mi corazón se aceleraba. Me quedé con una hipervigilancia constante hacia mi cuerpo y mis síntomas. Si me dolía la cabeza, si me sentía más cansado de lo normal, si notaba la garganta rara, el pánico se activaba: ¿Y si lo he vuelto a coger?
Además, la ansiedad se quedó conmigo. No la tenía antes de la pandemia, o al menos no de esta manera. Ahora, el estrés me afecta de una forma diferente. Siento una presión en el pecho cuando las noticias hablan de un nuevo virus, cuando alguien menciona la posibilidad de nuevas restricciones. Es como si mi mente estuviera siempre en alerta, esperando otro golpe.
El miedo a otra pandemia
Después de vivir algo así, no puedo evitar pensar: ¿podría volver a pasar? Y la verdad es que nadie puede asegurarnos que no. Ya lo hemos visto, ya sabemos que es posible. Y si ocurre otra vez, ¿seremos capaces de afrontarlo de nuevo?
Cada vez que escucho sobre un nuevo brote de algún virus, siento una angustia que antes no conocía. No es solo por la enfermedad en sí, sino por todo lo que conlleva: el miedo, la incertidumbre, el aislamiento, la pérdida de la libertad. La pandemia nos cambió a todos, y esa inseguridad que dejó en nosotros es difícil de borrar.
Las secuelas en la vida social
Una de las peores consecuencias que me dejó la pandemia del coronavirus fue la dificultad para retomar la vida social. Pasamos tanto tiempo sin vernos, sin abrazarnos, sin compartir momentos cara a cara, que cuando por fin pudimos hacerlo, me resultó extraño. Hubo momentos en los que me sentía fuera de lugar, como si mi capacidad de interactuar hubiera cambiado.
Al principio, evitaba las reuniones grandes. Me costaba estar rodeado de mucha gente. No era solo por miedo al virus, era también la sensación de no saber cómo comportarme. Las relaciones habían cambiado y yo también.
La fatiga emocional
También quedó un agotamiento que no es físico, sino mental. A veces, siento que ya no tengo energía para afrontar ciertas cosas, como si todo lo que vivimos durante la pandemia me hubiera drenado emocionalmente. Durante meses, nos acostumbramos a vivir en alerta, a preocuparnos por la salud de los nuestros, a recibir noticias devastadoras cada día. Todo eso deja marca.
Sigo sintiendo esa fatiga en pequeñas cosas. Me cuesta concentrarme más, me frustro con facilidad, tengo menos paciencia para ciertos temas. Es como si una parte de mí siguiera atrapada en aquel periodo de incertidumbre.
La desconfianza hacia la información
Otra de las grandes secuelas que me dejó la pandemia del coronavirus es la dificultad para confiar en la información que recibimos. Durante aquellos meses, las noticias cambiaban constantemente. Un día nos decían una cosa y al siguiente la contraria. Había información contradictoria, bulos, teorías de todo tipo. Aprendimos a desconfiar, a cuestionarlo todo, y eso también se quedó con nosotros.
Ahora, cada vez que surge una nueva noticia sobre enfermedades, vacunas o medidas de salud, me cuesta creerla de inmediato. Investigo, busco varias fuentes, comparo datos. Me volví mucho más crítico con la información que consumo, porque aprendí que no siempre lo que nos dicen es la verdad absoluta.
La sensación de tiempo perdido
Uno de los efectos más difíciles de asimilar fue la sensación de haber perdido un tiempo valioso de nuestras vidas. Durante meses, las rutinas se pausaron, los planes quedaron en el aire y muchas oportunidades simplemente desaparecieron. No es solo cuestión de ocio o viajes cancelados, sino de momentos que nunca volverán: cumpleaños sin abrazos, despedidas sin adiós, etapas que pasaron sin vivirse como deberían.
A veces, siento que esos años de coronavirus quedaron en blanco, como si el mundo entero hubiera pulsado «pausa» y ahora tuviéramos que ponernos al día sin saber por dónde empezar. Esta sensación genera frustración, una especie de duelo silencioso por lo que pudo haber sido y no fue. Y aunque intentemos compensarlo, hay experiencias que simplemente no se pueden recuperar.
El cambio en la percepción del futuro
Antes de la pandemia, el futuro se sentía más predecible. Hacíamos planes con meses o incluso años de antelación, confiando en que las cosas seguirían un curso más o menos estable. Pero el COVID nos enseñó lo frágil que puede ser esa sensación de control.
Ahora, muchas personas –yo incluido– tenemos una visión más incierta del futuro. Nos cuesta comprometernos con planes a largo plazo porque, en el fondo, siempre está esa duda: ¿y si algo lo cambia todo otra vez? Es una mentalidad que afecta desde decisiones importantes, como mudanzas o cambios de trabajo, hasta cosas más cotidianas, como reservar unas vacaciones con antelación.
Esta incertidumbre genera ansiedad y, en algunos casos, incluso un tipo de desapego hacia el futuro. Como si ya no tuviera sentido proyectarnos demasiado, porque todo puede desmoronarse de un día para otro.
La revalorización de lo cotidiano
Si algo positivo dejó la pandemia del coronavirus fue que nos hizo ver el valor de lo simple, de lo cotidiano. Antes dábamos por sentado poder salir a pasear sin restricciones, reunirnos con amigos sin preocuparnos por contagios o incluso el simple hecho de ver la sonrisa de alguien sin una mascarilla de por medio.
Después de todo lo vivido, muchas personas han cambiado su forma de disfrutar la vida. Ahora se aprecia más un café en buena compañía, una conversación sin prisas, un paseo bajo el sol sin pensar en riesgos. Es como si la pandemia nos hubiera enseñado a no dar por hecho las pequeñas cosas que antes parecían insignificantes.
A veces, pienso que este aprendizaje es lo único realmente valioso que nos dejó la experiencia. Porque si algo hemos entendido, es que la vida puede cambiar en cualquier momento. Y lo único que realmente tenemos es el ahora.
Aciertos y errores en la gestión de la pandemia
Es imposible hablar de las secuelas del COVID sin cuestionar cómo se manejó la crisis. Se tomaron decisiones difíciles, algunas necesarias, otras claramente improvisadas. Hubo momentos en los que la incertidumbre era comprensible, pero también se cometieron errores que dejaron huella en nosotros como sociedad.
Uno de los mayores problemas fue la falta de claridad en la información. Nos bombardearon con mensajes contradictorios: un día las mascarillas no eran necesarias, al siguiente eran obligatorias; ciertas restricciones parecían arbitrarias, como poder salir a correr pero no visitar a la familia. Esta falta de coherencia no solo generó confusión, sino también desconfianza en las instituciones.
Otro punto crítico fue el impacto en la salud mental. Durante meses, las noticias y las redes sociales alimentaron el miedo, pero las consecuencias psicológicas fueron tratadas como un tema secundario. Se habló de camas UCI y vacunas, pero no del aislamiento, la ansiedad o la angustia de quienes se quedaron solos.
Y luego están las decisiones que, vistas en retrospectiva, parecen desproporcionadas. El cierre de colegios, las restricciones extremas en ciertos sectores, la criminalización de quienes simplemente intentaban sobrellevar la situación. No se puede negar que la pandemia fue un desafío sin precedentes, pero también es cierto que algunas medidas fueron más dañinas de lo que se pensó en su momento.
El coronavirus cambió el mundo, pero lo que realmente marcó la diferencia fue cómo se manejó. Y ahí, no todos estuvieron a la altura.
Como ves, la Covid lo cambió todo
La pandemia del coronavirus nos cambió a todos de alguna manera. En mi caso, me dejó con ansiedad, miedo a que vuelva a ocurrir, dificultades sociales, fatiga emocional y una nueva forma de ver la información. No es fácil hablar de esto, pero creo que es importante hacerlo. Muchos hemos salido adelante, pero eso no significa que estemos ilesos.
Lo que sí he aprendido de todo esto es que la vida puede cambiar de un momento a otro, sin previo aviso. Y que lo único que podemos hacer es adaptarnos, seguir adelante y apoyarnos los unos a los otros.
Porque, aunque el virus haya cambiado nuestras vidas, también nos recordó lo importante que es estar unidos.